Desde el extravío inicial del ser humano, una terrible fiebre ha contagiado cada vez más al mundo entero y se ha apoderado ya de muchas almas nobles. Es la avaricia: este apego desordenado a las riquezas. El avaro es la persona que ama el dinero, los bienes materiales, el “oro”, que lo codicia todo el tiempo y no escatima el uso de medios ilícitos para conseguirlo.
En 1848, en la entonces abandonada región de San Francisco, California, Juan Augusto Súter descubrió pepitas de oro en su finca. De inmediato este granjero suizo quedó convencido de que sería el hombre más rico del mundo. Jamás imagino que, en realidad, sería el más miserable de toda la tierra. A los ocho días, el secreto fue revelado. Una voz indiscreta lo descubrió a un vagabundo y, a continuación, sucedió algo incomprensible, sin parangón en la historia.
Los hombres de Súter abandonaron el trabajo, y pronto salieron los herreros, los pastores, los viñadores, de pueblos cercanos y lejanos, y de más allá de las fronteras. Toda aquella gente se precipitaba, exaltada, hacia la sierra para extraer el oro de la arena. El afán de oro empujaba aquella avalancha jamás vista, que avanzaba como una tempestad humana, y se establecía en las propiedades de Juan Augusto Súter.
Súter, sumido en la bancarrota, paralizado por aquella inmensa devastación, no ve más remedio que alejarse solo (su mujer y sus hijos perecieron por la invasión) de aquella región aurífera, y se instala en una granja apartadaÖ lejos de la maldita arena.
Llega a un punto en que no desea dinero; odia el oro que le ha empobrecido, que ha devorado a su familia, que le ha destrozado la vida. En verdad, nunca podrá justificarse el afán impetuoso de poseer el oro o el dinero. El apóstol Pablo advierte: “Porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores”. Extraído del Listindiario
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